Acorde a sus letras sobre vivir rápido y morir joven, Crocodiles ha sido un grupo de actuar impulsivo. La edición de cuatro discos en cinco años de existencia sugiere que Brandon Welchez y Charles Rowell, únicos miembros estables del proyecto, no se detienen a pensar mucho en sus movimientos.
Ser así les ha jugado a favor y en contra. Al aparecer, atrajeron al público objetivo de Echo and the Bunnymen y Jesus and Mary Chain. Pero no todos cayeron en sus redes: el descarado saqueo a las viejas glorias también causó amplio rechazo. El síndrome Black Rebel Motorcycle Club.
En la última entrega de Crocodiles, “Crimes of passion”, ninguna canción en particular devela cambios sustanciales respecto a trabajos anteriores. Sigue muy patente el gusto por las melodías retro bañadas en efectos de guitarra, también esa actitud de holgazanes playeros a los que nada les importa. La diferencia está en el conjunto: por primera vez, los californianos establecen un filtro que no permite el paso de material anodino, yerro habitual de “Summer of hate” y sus dos sucesores.
Welchez y Rowell firman una celebración de la sensualidad y el erotismo que se puede comparar, en intención más que en resultados, a lo que han propuesto este año Queens of the Stone Age y Arctic Monkeys (hay nexo entre monos y cocodrilos: ambos han trabajado bajo la supervisión del productor James Ford). “Me gusta en la oscuridad” es la frase que se escucha en los primeros cinco segundos de un disco que será lascivo de comienzo a fin, y que en su mejor momento invitará a fantasear con ser virgen de nuevo (‘Virgin’).
Los instintos carnales son el hilo conductor y la principal fuente de energía de “Crimes of passion”. Dos de sus canciones toman prestado el nombre de íconos franceses relacionados al diálogo entre arte y sexo. La tierna y retorcida ‘Marquis de Sade’ homenajea en su título al escritor en cuya figura se inspira la palabra “sadismo”, y la ensoñadora ‘Un chant d’amour’ hace lo propio con una película de 1950 censurada por contener escenas de homosexualidad dentro de una cárcel.
Crocodiles mantiene la guardia arriba. ‘Heavy metal clouds’ empieza como su enésimo intento de parecerse a Primal Scream, pero se redime con un coro tremendo, acompañado de vientos, y un solo de guitarra tan breve como efervescente que recuerda a Edwyn Collins y su ‘A girl like you’. Derivativo, el trabajo de la banda constantemente hace pensar en otros nombres: en ‘Cockroach’ los hermanos Reid vuelven a penar, y ‘She splits me up’ repasa el manual que redactaron los Stone Roses.
En su primera colaboración con Crocodiles, el productor Sune Rose Wagner le trasplanta al grupo parte de la esencia de The Raveonettes, el dúo en el que milita y con el que vino a Chile a finales de 2011. “Crimes of passion” suena brilloso y pulido, aunque también se torna puntiagudo y distorsionado. Evoca hedonismo juvenil, pero deja ver grietas. “Mi pistola y yo no aceptamos mierda de nadie”, dice el coro de ‘Me and my machine gun’, advirtiendo que la estabilidad es frágil. Se ha desmoronado antes: Brandon Welchez declara en ‘Teardrop guitar’ que, cuando todo se viene abajo, lo único que le queda es su guitarra con forma de lágrima (el modelo que usaba Brian Jones). Los californianos finalmente imponen su irreflexiva metodología de trabajo en un disco digno de sus influencias: entre tantos intentos, alguno tenía que resultar.
Por Andrés Panes.
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