Gabriela Mistral, imagen perpetua de la prosa femenina chilena del siglo XX, figura pop del billete de cinco mil pesos y tal vez el personaje que abrió las puertas de una farándula ácida y polémica en torno a su cuestionada homosexualidad, hoy celebra su cumpleaños de forma silenciosa, lejos de la bullada parafernalia como fue su costumbre en vida.
De su pluma es ampliamente reconocida la Ronda De Los Niños como los Juegos Florales, mientras que ensayos, biografías no autorizadas y discursos moralistas publicados póstumamente que ahondan la vida, más no la obra, de la grandiosa Mistral, madre de un hijo suicida y amante febril de una mujer, se acumularon por años en las estanterías de best sellers en lugar de su amplia selección de cuentos y poemas reconocidos internacionalmente, como sutil recordatorio de nuestra idiosincrasia.
El nombre de la ganadora del Nóbel se encuentra sujeto a diversas interpretaciones, pero no será este espacio el lugar en donde daremos tribuna a aquellas temáticas que es posible encontrar en grandes cantidades en portales de Internet y tendenciosas publicaciones. Hoy quiero referirme a Lucila, aquella joven maestra rural que abandonó las fértiles tierras del valle del Elqui para asentarse por dos años en nuestra Antofagasta, un drástico cambio que sin lugar a dudas influiría en su ejercicio como escritora.
El miércoles 11 de enero de 1911 la profesora Lucila Godoy Alcayaga llegó al puerto de Antofagasta en el vapor “Panamá”, un pequeño barco de pasajeros que hacía “la carrera” desde Valparaíso a Guayaquil. La única persona que esperaba a Lucila era su amiga Fidelia Valdés, directora del Liceo de Niñas, a quien abrazo con efusión tras el largo viaje.
- ¿Qué tal la navegación? – preguntó Fidelia.
- Excelente hacia el norte, a favor de la corriente. Pero ¡yo soy tan feliz navegando! – completó la recién llegada.
- Tomamos un coche y nos vamos a la pensión. Al liceo no iremos sino hasta la tarde.
- Hoy es miércoles – dijo Lucila.
- ¡Mejor!… Tendrás más tiempo para revisarlo todo.
De pronto, la joven Lucila quedo paralizada y sus ojos se clavaron allá lejos, en los cerros del fondo. Fidelia notó el gesto y le dijo:
- Ya te acostumbrarás. Esos cerros son el comienzo del desierto. ¡Ya te acostumbrarás!
Lucila sintió las arrugas de su alma y no quiso responder. Justo en ese momento se acercó un joven y la saludó:
- ¿Señorita Lucila Godoy, la nueva profesora?
- Sí – dijo ella, mostrando el lado tierno de su rostro.
- Soy reportero de “El Mercurio”. Me llamo Fernando Murillo Le Fort y con mucho agrado la invito para que nos visite en el diario.
Ella agradeció sin dejar de mirar al joven periodista. Bastaron tres días en Antofagasta para que se publicara la primera colaboración de la profesora. Una prosa con aires de estampa o de acuarela que comenzaba: “Antes que el mareo me enturbie el espíritu para las impresiones – las bellas impresiones que ha de darnos el mar – paseo sobre la cubierta…” Pero ésta se publica con un error: la firma dice “Aníbal Godoy Alcayaga”. En la edición siguiente aparece la siguiente aclaración: “Ayer publicamos un artículo literario titulado “Navegando” con que quiso favorecernos la distinguida escritora señorita Lucila Godoy Alcayaga, profesora de castellano del Liceo de Niñas; pero una equivocación hizo aparecer cambiado el nombre de la autora, por lo cual presentamos a ésta nuestras excusas. La señorita Godoy Alcayaga, cuyas bellas producciones esperamos dar a conocer periódicamente, se ha distinguido en la prensa nacional, colaborando en diarios y revistas con artículos literarios y estudios pedagógicos que han merecido elogios muy sinceros”.
Fue esta la verdadera presentación pública que tuvo frente a la comunidad local antofagastina, quien prontamente se quedó absorta observando a la joven alta y conversadora, bebedora de café y fumadora de cigarrillos, dueña de un carácter duro y al mismo tiempo frágil, poseedora de un talento extraordinario en la construcción de textos literarios.
El carácter del norte chileno en los años diez estaba sellado por la influencia europea mezclado con la lucha laboral, dura e inevitable. El norte era una tierra sin salvación para enmarcar vidas reivindicadas. La joven Lucila pronto lo comprendió, refugiándose en tres cauces: su trabajo liceano, en su pasión literaria y en las relaciones humanas que forjó con amigos antofagastinos, muchos de los cuales duraron el resto de su vida y con los cuales logró hacerle frente a las duras exigencias de la tierra infértil que la cobijaba.
El primero de octubre de ese año se publica en El Mercurio un cuento titulado “El rival” y por primera vez en una publicación aparece su seudónimo en la forma de Gabriela Mistraly (con y final). Desde entonces sólo ocasionalmente retornará a usar su propio nombre; en cambio, repetirá esta primera forma de su nuevo nombre literario. Una vez que comienza a utilizar el seudónimo, una suerte de evocación poética surge de su pluma con facilidad. Insiste en su temática triste como base emotiva de su búsqueda de belleza, con el sol inclemente, los huesos calcinados y los muertos, como idea de apoyo para la construcción de su prosa: “Este sol inclemente ¿calcinará mis huesos / bajo este suelo estéril que ni aun para muertos es amable / para esos pobre muertos que dormir suplicaron bajo flores / que del terruño, como en remedo, la hablarán?…”
Resulta evidente decir que nuestro desierto la sumió en la desesperación. No fueron menores las publicaciones que siguió realizando en torno esta temática. Si bien muchos poetas jóvenes recurren a la melancolía como fuente de inspiración, Gabriela vio materializada su angustia a través de su ventana con vista al cerro. ¿Cuál sería la reacción de los lectores de aquel Antofagasta? De cualquier forma, los estudiosos del quehacer literario pueden hallar en estos relatos las primeras huellas claras de la formación de un sentido estético personal de la poetisa y maestra y, además, su clara proyección sobre la comunidad desde las páginas de un diario, único escenario en provincia para todas las muestras del acontecer.
“¡Ah, esta soledad que me hiere tanto! Esta soledad tan mía y tan persistente. Hay que hablar consigo cuando se está muy sola porque la soledad es una antesala de la muerte o de la locura. Por eso me gusta leer, por comunicación; por eso me gusta escribir, por comunicación también. Vivo tan llena de este sentido trágico de la vida. Hay libros que tienen amarras en mi temperamento. Me gusta leer sobre geografía y siento que esos libros me llenan el destino. Me sucede lo mismo con los libros sobre botánica. Las plantas son una especia de hermanas ingratas que se quedan ahí, esperando nuestro retorno… ¡Ah esta soledad que me hiere tanto!”
Su paso por Antofagasta fue, quizás, una etapa muy poco significativa en relación a su proceso humano siempre creciente e interesante. Sin embargo aquí vivió y por sobre todo sintió. Quizás la única razón valedera para justificar este permanente crecimiento humano, intelectual, literario e integral sea que ella, Gabriela Mistral, siempre fue a buscar su vida, a buscarla y a hacerla, allá donde creyó que podía estar. Y este lugar siempre estuvo lejos, cada vez más lejos, inalcanzablemente lejos. Y es posible que su muerte, al final agotado de su jornada, no haya sido sino el último y definitivo intento por alcanzar ese lugar inalcanzable que movió sus huesos hacia la aventura del ser, del estar y del vivir.
Por María Luisa Córdova.
Fuente: Revista Fill
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