Hace pocas semanas todo éramos Charlie Hebdo. Todos nos horrorizábamos del ataque a la libre expresión y defendíamos el derecho a la sátira, al arte y la opinión más allá de cualquier credo u opinión política. Llenamos los avatares con #JeSuisCharlieHebdo y nos sentimos parte de una cruzada mundial contra los integrismos y la intolerancia.
Poco nos duró, porque somos campeones en decir lo correcto cuando pensamos otra cosa. Los chilenos frente a un micrófono no buscamos dar una opinión, sino decir lo correcto, lo que se espera de nosotros. Y eso hicimos, y nos sentimos bien, universales y humanistas... hasta que nos toca de cerca.
¿Qué pasó pocos días después? cosas pequeñas, nimias, públicas y personales que hacen sospechar de nuestra capacidad de tolerar, aceptar y respetar la libertad de expresión. En lo personal, El Mercurio publicó un fragmento de mi relato EL MIEDO, editado en el libro CIUDAD FRITANGA, y la cantidad de mensajes públicos y privados con insultos, lo transversal del odio –desde una persona común amenazándome explícitamente, pasando por el representante de un sindicato local, hasta el miembro de la directiva nacional de un partido político de "izquierda"– me produjo una especie de risita interna. Una semana atrás, de nuevo, todos eran Charlie Hebdo y a la primera puesta a prueba local de pronto todos le indicaban a un escritor, furiosos, lo que debía y no debía escribir, como si necesitara del permiso de alguien para hacer obra, como si un libro sobre pueblos chilenos debiese ser obligatoriamente un folleto de Sernatur.
Pero lo realmente importante ocurrió ayer. Un fanático agredió nuevamente a una figura pública acusándolo de depravado, pedófilo, degenerado y otros adjetivos; lo persiguió por la calle, empujándolo, hablándole con un megáfono y enrostrándole la Biblia. Hace algún tiempo encontrábamos divertido a este Pastor Soto, nos reíamos de sus excesos y lo invitaban a matinales como a un mono de circo. De pronto comenzó a arrinconar en la calle a personas que consideraba sus objetivos; siguió a miembros del Movimiento Iguales, hostigándolos durante cuadras, exigiéndoles arrepentimiento por lo que sea que él crea que deben pedirlo; luego arrinconó al presidente del Movhil aún en presencia de carabineros; continuó, ingresando y forcejeando al interior del Congreso en una escalada que ya dejó de ser divertida o pintoresca.
En Francia se cometió el error de confundir el respeto a las minorías con respeto a la intolerancia de algunas de esas minorías, por ser parte de su cultura. No cometamos el mismo error respetando la intolerancia y el discurso de odio de grupos integristas chilenos en nombre de la libertad de culto o de pensamiento. HAY UNA PARADOJA QUE NO DEBE OCURRIR: QUE TOLEREMOS LA INTOLERANCIA. Desde un tiempo a esta parte personajes como el ex alcalde Labbé o incluso connotados criminales de la dictadura han invocado la libertad de expresión para defender su pensamiento inhumano. Separemos la paja del trigo, el respeto es SIEMPRE hacia el respeto. No puede haber respeto por la falta de respeto o tolerancia con la intolerancia. Llegó el momento de hacer una línea en el piso y definir que no se puede tolerar el odio, no se puede tolerar la discriminación, no se puede tolerar la intolerancia. La agresión, la imposición y la discriminación no son formas de cultura respetables en una sociedad que se precia de ser humanista, o que al menos persigue ese objetivo: una sociedad solidaria y más justa para todos, con un sistema que proteja ese camino.
En París los integristas comenzaron insultando a las jovencitas francesas que usaban minifalda o escote, continuaron escupiendo mujeres que no usaban velo. Acá ya hay un tipo que también se siente con el derecho de insultar y agredir a otra persona por su condición sexual o su pensamiento al respecto. No podemos dejar que ese germen crezca.
Las tragedias históricas así comienzan como en Santiago, afuera del Congreso, y terminan como en Paris, dentro de las oficinas de Charlie Hebdo.
Por Baradit.
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