domingo, 19 de abril de 2015

LA CAÍDA DE JIMMY SWAGGART

21 de febrero de 1988: los estadounidenses, ávidos de morbo, se sentaban atónitos ante las pantallas de televisión y asistían al desmoronamiento de una de la mayores figuras mediáticas de la nación, un hombre que había construido un imperio económico e ideológico entorno a Dios. 

En vivo y en directo, sollozando ante sus seguidores, la mayor figura religiosa del país y el principal guardián de la moral cristiana en los EE. UU. había tenido que enfrentarse a un sonoro escándalo sexual. Ahora respondía reconociendo sus culpas ante las cámaras. Las impactantes imágenes dejaron estupefactos a los televidentes y dieron la vuelta al mundo; también en España pudimos contemplar el indescriptible momento abriendo los noticiarios. El principal líder religioso de los Estados Unidos, la superestrella evangélica que reinaba en lo más álgido de la edad de oro de los telepredicadores, se confesaba en directo ante la nación: “He pecado contra ti, Señor”.

Sus poco convincentes lágrimas no sirvieron para salvaguardar su emporio mediático. Se había dejado seducir por los placeres de la carne y pidió perdón, pero no fue perdonado. No podía esperarse un dictamen demasiado benévolo para un hombre que llevaba años juzgando la moral de los demás con extrema dureza desde un púlpito de supuestamente impoluta santurronería. Ahora que confesaba haber sucumbido a la lujuria de la manera más barata y premeditada, sus millones de seguidores le dieron la espalda y su reinado terminó abruptamente. Aunque hoy en día siguen apareciendo evangelistas televisivos en los EE. UU. y todavía cuentan con una amplia base de seguidores, ya no existe una figura que atesore la notoriedad e influencia de aquel Jimmy Swaggart. Durante los años ochenta, Swaggart era algo más que un simple telepredicador: muchos creían ciegamente en él mientras que el resto se limitaba a tolerar como podía la tremenda relevancia social del personaje… pero nadie podía ignorarle, porque de un modo u otro, Jimmy Swaggart estaba en todas partes.

“Los medios de comunicación están gobernados por Satán. Me pregunto si muchos cristianos son conscientes de ello”.

Lo decía un hombre que había construido su imperio gracias a la radio y la televisión. Pero, por descontado, sus propios juicios no se le aplicaban a él mismo. Porque él era el juez supremo, la voz de Dios sobre la Tierra; él dictaba lo que estaba bien y lo que estaba mal. Alertaba sobre la conjura diabólica que pretendía apoderarse del país, que manejaba los hilos de las televisiones y periódicos, de la política, de la sociedad. Sus enemigos eran los ateos, los impíos, los homosexuales. Defendía la familia tradicional como la única forma de vida aceptable y promulgaba unos rígidos valores basados en un puritanismo a ultranza. Solamente había una verdad, solamente existía una filosofía concebible: aquella que se basaba en el Evangelio. Y estaba siendo atacada por los pecaminosos progresistas y mal defendida por los blandos conservadores. No había nadie fiable en el mundo… excepto él. Toda la nación estaba infectada por la impiedad y únicamente él podía conducir al rebaño por el camino de la salvación. Para sus seguidores, él era puro e inmaculado, un verdadero defensor del mensaje de Cristo. Y él mismo no necesitaba ser modesto al respecto: ya que de él dependía la salvación de tantas almas descarriadas, no tenía por qué disimularlo: “si no aparezco en el púlpito este fin de semana, millones de personas podrían ir al infierno”.  Dios hablaba a través de Jimmy Swaggart.

Sus programas de televisión llegaron a emitirse a través de una extensa red de más de doscientas emisoras. Y no únicamente encontraba un amplio público en su país natal, sino que en el resto del continente americano —donde el protestantismo estaba creciendo a pasos agigantados como efecto de la influencia estadounidense— adquirió también un estatus de auténtica superestrella. Viajaba por países latinoamericanos y realizaba multitudinarios encuentros en los que, literalmente, llenaba estadios de fútbol, pronunciando sus sermones ante decenas de miles de atentos creyentes mientras alguien iba traduciendo sus palabras del inglés al español. En su país, los Estados Unidos, millones de personas lo seguían por la pequeña pantalla y muchos miles se apuntaban a su escuela evangélica y otras actividades relacionadas con su congregación. En la cúspide de su reinado Jimmy Swaggart ingresaba la friolera de ciento cincuenta millones de dólares al año mediante contribuciones voluntarias o pagos de cuotas de sus fieles; ello sumado a lo que  ganaba gracias a la venta de sus discos y de sus libros.

“La teoría de la evolución es una teoría satánica que solamente pueden aceptar los ateos”.

¿Cómo consiguió llegar tan arriba? ¿Cómo se convirtió Jimmy Swaggart en el emperador evangélico de América? Lo cierto es que el cielo le había bendecido con auténtica madera de estrella: lo llevaba en los genes, por más que Swaggart tuviese su propio concepto de la genética y considerase la teoría de la evolución como una “filosofía no científica en la que solamente una sociedad corrupta podría llegar a creer”. El estrellato estaba en su ADN y como veremos era algo que le venía de familia.

Aunque su biografía oficial lo pintaba con colores de santidad ya en su niñez, lo cierto es que no fue un profeta iluminado desde la misma infancia como él a veces pretendía. Jimmy Lee Swaggart nació en Louisiana en 1935, en el seno de una familia ultrarreligiosa de la región del Bible Belt, el “cinturón de la Biblia” estadounidense. Sus progenitores eran devotos seguidores de una congregación cristiana llamada las Asambleas de Dios y de hecho su padre tenía un activo papel en la prédica. Swaggart creció entre oraciones y música gospel, pero su verdadero primer amor no fue la religión sino la música pagana, más concretamente el rhythm & blues. Acompañado por su habitual compañero de correrías —su primo hermano Jerry— solía deambular por los clubes de blues, generalmente frecuentados exclusivamente por negros, para escuchar en directo aquel pecaminoso sonido. 

Los primos Jimmy y Jerry habían recibido una esmerada educación puritana pero se rebelaron cuando el rhythm & blues se les metió en la sangre. Además, tenían en común el talento musical: ambos aprendieron a tocar el piano con bastante soltura, aunque Jimmy siempre tuvo que admitir que su primo le superaba con mucho porque Jerry solía ganar todos los concursos de pianistas de los alrededores, hasta el punto de que sus padres hipotecaron su granja para poder comprarle un piano propio. Su talentoso primo Jerry no se limitaba a la música cristiana y pronto comenzó a destacar interpretando aquel rhythm & blues pecaminoso que había aprendido en los tugurios, enseñando de paso a sus primos más cercanos. Jimmy Swaggart no podía por menos que admirarle y aprender de él cómo tocar aquella música al teclado. Algo comprensible si tenemos en cuenta que su inseparable primo era un tal Jerry Lee Lewis. Sí, dos de las futuras grandes estrellas del país se criaron juntos, escuchando blues a escondidas de sus familias. Es más, otro primo hermano que también solía tocar con ellos y que también aprendía trucos de Jerry Lee, Mickey Gilley, se convertiría con los años en una gran figura del country. Mucho talento en una misma familia… probablemente demasiado.

De los tres primos, el alocado Jerry era el más rebelde: sus andanzas callejeras y un desordenado estilo de vida pronto empezaron a meterlo en apuros. Jimmy Swaggart siguió los pasos de su insensato pariente y compinche durante una temporada, pero no tardó en entender que aquella existencia problemática no era para él. El caos constante en que vivía Jerry Lee terminó asustando a Jimmy, quien de repente sintió la llamada. Los caminos de ambos primos comenzaron a divergir: Jerry Lee era prácticamente un delincuente juvenil hasta que consiguió un contrato discográfico y se transformó en un icono nacional (después pasaría años debatiéndose entre su trasfondo cristiano, incluyendo la creencia de estar tocando una música inspirada por Satán, y las tentaciones terrenales a las que apenas podía resistirse). 

Jimmy Swaggart contemplaba los encontronazos de su primo con la ley y la manera en que le resultaba imposible adaptarse a cualquier concepto de vida convencional, y decidió que tenía que apartarse de aquella senda de pecado. Se volcó de lleno en la religión y llegó incluso a rechazar una oferta de la discográfica Sun Records, que quiso ficharlo en la misma época en que Jerry Lee estaba empezando a darse a conocer. Swaggart no quiso sumarse al carro de la explosión comercial del rock & roll y se dedicó a interpretar gospel a mayor gloria del Señor. Por aquel entonces únicamente conseguía unos veinte dólares a la semana tocando música cristiana, mientras que Jerry Lee, la oveja descarriada de la familia, ya estaba ganando veinte mil semanales. Esto es, mil veces más dinero que él. Pero Jimmy no quería seguir los pecaminosos pasos de su primo ni siquiera por toda esa cantidad.

Claro que había otras formas de ganar dinero en el Bible Belt: en el sudeste de los EE. UU. estaba muy extendido un evangelismo ultraconservador bastante propenso a producir figuras mesiánicas. Mientras Jerry Lee Lewis se hacía famoso interpretando canciones “diabólicas” como su Great balls of fire o viejos temas blues que habían aprendido juntos, Jimmy Swaggart se sentaba al piano para grabar su música religiosa, confiado en haber tomado la senda indicada. Sus caminos se habían separado, pero además de la habilidad para la música tenían más rasgos en común. Como Jerry Lee, también Jimmy era carismático y sabía cómo dirigirse a un público desde el escenario. Poseía una muy marcada personalidad y mucha facilidad de palabra, así que no tardó en levantarse del piano para empezar a dar sermones como había hecho su padre. Y descubrió que se le daba bien. Era un tipo convincente. Tenía una gran presencia: alto, fornido, de sonrisa confiada y actitud asertiva: como un Tony Soprano de los predicadores que utilizase su aura de sólida autoconfianza para transmitir sus mensajes y ofrecer seguridad a sus oyentes. Fuera del púlpito era cercano, amistoso, campechano y de risa sonora y franca. Alguien que podía inspirar confianza.


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