viernes, 30 de octubre de 2015

LOS "FLAITES", UN PRODUCTO DEL SISTEMA

Una de las cosas que resulta interesante del término “flaite” es su polisemia. “Flaite” puede referir en primer lugar a marginalidad, pobreza y falta de oportunidades, pero también pude aludir a una actitud más general frente a la vida, el trabajo y las normas y relaciones sociales. 

Por extensión, una conducta mal educada, el incumplimiento de un compromiso, la traición a un amigo, puede ser descrita como “flaite”. Se puede utilizar también para denotar específicamente una forma de hablar, gesticular y vestirse, designar ciertos gustos culturales o sociales, o bien referir a actitudes agresivas, amenazantes o derechamente delincuenciales.

Tampoco el término adscribe necesariamente a un nivel socioeconómico determinado, aunque es claro que está más vinculado a entornos de pobreza. Pero en todos los niveles socioeconómicos se distinguen y discriminan personas “flaites” o actitudes “flaites”. Quizás es en el estrato bajo donde hay procedimientos de distinción más finos, para rechazar una especie de identidad flaite, o bien por el contrario, para considerarla “aspiracional”. En el grupo medio, el término “flaite” puede trazar el límite entre el arribismo y el abajismo, en tanto que en el grupo alto puede designar simplemente una actitud inapropiada, contraria a las convenciones sociales, o bien ciertos gustos o hábitos culturales específicos –“tengo gustos musicales un poco ‘flaitongos’, decía un actor de teleseries con orgullo–.

Por eso los noticiarios también cubren con evidente delectación cada vez que algún “flaite” resulta detenido o, “mejor aún”, muerto, en un episodio delictual. En el secreto goce de los televidentes ante cada noticia en la que muere un “flaite” se oculta, no voy a decir la decadencia moral de la sociedad –para no ser tildado de conservador–, pero acaso sí nuestro propio límite: aquello que como sociedad no somos capaces de procesar, que solo quisiéramos exterminar.

De todas formas, el epítome del término está claramente relacionado con un joven de estrato bajo, marginalizado y sin oportunidades, distinguible por una forma de vestirse, de hablar y de gesticular, generalmente vinculado –ya sea por prejuicios o en términos reales– con el mundo de la delincuencia. El rasgo central que subyace a todas estas características es su escasa integración a la sociedad. Se trata de alguien que no accede a los beneficios del sistema, que se ha quedado al margen, que contempla el desarrollo y los logros del país desde fuera.

Pero el término “flaite” no es simplemente un sinónimo de marginalidad. Si fuera así, ambos conceptos serían indistinguibles y no tendría mayor valor agregar uno nuevo. Hay, de hecho, muchas personas que se encuentran al margen de un sistema que los discrimina y excluye y que, sin embargo, no pueden ser asociadas con ninguna acepción del término “flaite”. ¿Cuál es la diferencia entonces? ¿Qué es lo que distingue este concepto?

En un contexto de marginalidad, el concepto de “flaite” alude no solamente a los excluidos, sino a aquella fracción de los excluidos que ya ha perdido las esperanzas de integrarse a un sistema que los rechaza, y decide simplemente validarse desde la misma marginalidad. De esta forma, la falta de oportunidades, las dificultades de expresión, la vagancia y, desde luego, la vinculación con la delincuencia, en vez de causas de discriminación, pasan a convertirse en símbolos de estatus. El ser “flaite” implica así dejar de rechazar la marginalidad y pasar a abrazarla, construirse desde ella. Esta es la actitud que condensan las distintas acepciones del término “flaite”, desde el gusto por ciertos estilos musicales hasta la actitud amenazante y los hábitos delincuenciales, desde el rechazo a la educación, hasta la gestualidad abrasiva y violenta, que clama constantemente por respeto.

El “flaite” expresa la paradoja de un sistema en el que los beneficios de validarse en la marginalidad llegan ser mayores que la promesa siempre diferida de integrarse alguna vez. Frente a un sistema excluyente, el “flaite” representa el escepticismo frente a los valores de un capitalismo fallido, la reacción de alguien que ha dejado de creer en el sueño hipnótico del esfuerzo personal, el emprendimiento y la movilidad social. En contrapartida, el “flaite” propone otras formas de relacionarse y otros valores, organizados en torno a una lógica que, en vez de disolver la marginalidad, la consolida.

Por esta razón también, los “flaites” son lo más odiado por el sistema, porque lo desautorizan y lo atacan, tanto simbólica como concretamente. Individualmente, nos amenazan a través de la violencia y la delincuencia, pero simbólicamente nos molestan aún más, pues encarnan el rostro dramático que demuestra que el sistema no funciona, la fisura por la cual el capitalismo hace agua. Desde un punto de vista sistémico, los “flaites” son literalmente la escoria de la sociedad, aquello que el sistema no consigue integrar, que solo puede desechar o tratar de hacerlo.

Por eso se los patea y tortura públicamente en las llamadas “golpizas ciudadanas”, que luego todos los noticieros cubren latamente, como una especie de nuevo circo romano; por eso los noticiarios también cubren con evidente delectación cada vez que algún “flaite” resulta detenido, o “mejor aún”, muerto, en un episodio delictual. En el secreto goce de los televidentes ante cada noticia en la que muere un “flaite” se oculta, no voy a decir la decadencia moral de la sociedad –para no ser tildado de conservador–, pero acaso sí nuestro propio límite: aquello que como sociedad no somos capaces de procesar, que solo quisiéramos exterminar.

Subsistimos en la fantasía perversa de que, para construir la sociedad perfecta, es necesario deshacerse de los “flaites”, pero lo cierto es que es esta misma sociedad la que produce las condiciones para que existan los “flaites”. Dicho a través de una metáfora cruda, los “flaites” no son así un error del sistema sino un producto más de este. En efecto, cada vez parece más claro que la consolidación de grandes segmentos postergados de la población, que solo pueden observar desde fuera el desarrollo del país, no son un defecto o “error” del sistema sino una condición intrínseca del mismo, que el capitalismo por sí solo no es capaz de corregir.

La solución “capitalista” frente a los “flaites”, la que añoramos secretamente todos en alguna parte de nuestro mecanizado y egoísta corazón, es la de eliminarlos, uno a uno, hasta que –por decirlo de alguna manera– “se acaben”. Pero esta macabra eugenesia social no se va a lograr nunca a través de esta batalla de exterminio social, por el contrario, en términos estructurales, el conflicto solo se va a incrementar. Mientras más exclusión haya, y mientras más violenta sea esta exclusión, más fácil será cruzar el límite frágil que separa una marginalidad forzada, como lacra, de una marginalidad deseada, en la cual el sujeto se valida.

La solución de fondo, por supuesto, no es la del exterminio que lo medios de comunicación parecen promover sino la de interrogar los fundamentos de un sistema que no es capaz de integrar a sectores muy amplios de la población, más bien por el contrario, que tiende a mantenerlos en una exclusión extrema; interrogar, para poner en cuestión, las bases de un sistema que tiende a crear diferencias radicales entre un grupo de “súper ricos”, que gozan de todos los beneficios del hiperdesarrollo, a vista y paciencia de otro grupo condenado a observar el espectáculo desde detrás de las rejas.


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