Este 8 de septiembre se conmemoró el Día Internacional del Periodista, un homenaje que recuerda en al periodista checo Julius Fucik, ejecutado por los nazis el 8 de septiembre de 1943. Su reportaje "Al pie de la horca”, fue sacado hoja por hoja de la cárcel y fue publicado en 1945. Este escrito ha adquirido resonancia internacional y ha sido traducido a más de 80 idiomas. Fucik recibió a título póstumo el Premio Internacional de la Paz en 1950.
Las semanas después de ser detenido por la Gestapo, el periodista checo Julius Fucik las pasó debatiéndose entre la vida y la muerte en la celda 267 de la prisión de Pankrác, en la Praga ocupada. Estando entre los intelectuales más influyentes de su país, como escritor y crítico literario, se había convertido durante la ocupación en uno de los líderes del Partido Comunista y de la resistencia antifascista. Su detención se produjo el 24 de abril de 1942, en lo que él mismo recordaba como “una hermosa y templada noche de primavera”. Un mes después, preso y poco a poco recuperado de las torturas del recibimiento, uno de los guardias de las SS en la prisión se le acercó y registró sus bolsillos. El guardia, sin inmutar su gesto ni detener su registro, le preguntó en voz baja: “¿Qué le ocurre?” Fucik respondió: “Me han dicho que mañana seré fusilado”. El guardia: “¿Y le ha impresionado?” Fucik: “Contaba con ello”. El SS comprobó la doblez de las solapas de su chaqueta y dijo: “Es posible que lo hagan. Si no mañana, más tarde. O quizás no. Pero en los tiempos actuales… es bueno estar preparado…”. El vigilante se quedó un momento en silencio, luego continuó: “…por si acaso, si quiere usted enviar un recado para alguien… o si quiere escribir… No para ahora, ¿comprende? Sino para el futuro: cómo ha llegado aquí, si alguien le ha traicionado, qué conducta observaba de éste o aquél… Para que todo lo que usted sabe no se marche con usted…”.
Julius Fucik no dio ninguna respuesta. Al cabo de unos minutos el guardia le trajo un pedazo de papel y un lápiz. No se podía albergar otra opinión que no fuera la de que aquello era una trampa. ¿Esperaban los nazis que confiara en aquel gesto para ver si podían descubrir información de valor sobre algo de lo que él pudiera sentirse tentado a dejar por escrito? Fucik escondió el papel y el lápiz, con la intención de no utilizarlos jamás. Un año después, escribiría en ellos: “Era demasiado hermoso, no podía tener confianza. Demasiado hermoso encontrar aquí, en esta casa sombría, unas semanas después de tu detención, a un amigo que, con el mismo uniforme de aquéllos que no tienen para ti más que gritos y golpes, te da la mano para que no perezcas sin dejar huellas, para que puedas dejar un mensaje a los hombres del futuro, para que puedas hablar, al menos por un instante, con los que sobrevivirán y alcanzarán la liberación. […] El estado de sitio fue levantado, los gritos son más débiles y los momentos crueles han pasado a ser recuerdos. Y fue otra vez por la tarde, al volver del interrogatorio. El mismo vigilante apareció delante de mi celda. Parece que ha escapado usted. ¿Qué tal? —Y me miró con ojos escrutadores— ¿Estaba todo en orden? Comprendí bien su pregunta. Me afectó profundamente. Y me persuadió, más que ninguna otra cosa, de su honestidad. Sólo un hombre que tiene derecho interno a hacerlo podía preguntar así. Desde entonces deposité en él mi confianza. Era un hombre nuestro”.
El guardián de las SS se llamaba Adolf Kolínsky y era un joven checo que se había hecho pasar por alemán para tratar de ayudar a sus compatriotas presos. Fucik lo describió así: “A primera vista: una persona enigmática. Marchaba por los pasillos solo, tranquilo, reservado, alerta, observador. Jamás se le oyó gritar. Jamás se le vio pegar. […] Todo en él le señalaba como diferente a los demás. Difícilmente hubieras podido definir por qué. Hasta ellos mismos lo advertían, pero nunca pudieron captarlo”. Durante el tiempo que Fucik estuvo en la cárcel y Kolínsky supo quién era se dedicó a proveerle de papel y sacar clandestinamente cada uno de los legajos que el periodista escribía. Fueron ciento sesenta y siete hojas en las que Julius Fucik dejó uno de los relatos más escalofriantes sobre la clandestinidad y las duras condiciones de las cárceles nazis de los países ocupados.
Reportaje a pie de horca, las memorias de amor y guerra durante la ocupación nazi de Praga, constituyó durante años un testimonio de primera mano del horror nazi, un libro a la altura y de la difusión que las memorias de Primo Levi, pero con el valor emocional añadido de tratarse del escrito de quien no consiguió sobrevivir al nazismo y ver su derrota en la guerra.
Gusta Fucíková, la esposa de Fucik, prisionera en el campo de concentración de Ravenbrück al mismo tiempo que su marido estaba preso en Pankrác, consiguió sobrevivir y fue liberada en mayo de 1945. Para entonces ya sabía que Julius había sido condenado el 25 de agosto de 1943 y ejecutado el día 8 de septiembre del mismo año en Berlín. También le había llegado el rumor de que había escrito algo en la cárcel. A su salida, Gusta consiguió reunirse con Adolf Kolínsky, y reunir el manuscrito disperso de su marido, que se inicia de la siguiente manera:
“Praga, septiembre de 1945. Escrito en la cárcel de la Gestapo en Pankrác; durante la primavera de 1943.
Estar sentado en la posición de firme, con el cuerpo rígido, las manos pegadas a las rodillas, los ojos clavados hasta enceguecer en la amarillenta pared de esta cárcel del Palacio Petschek no es, en verdad, la postura más adecuada para reflexionar. Pero, ¿quién puede forzar al pensamiento a permanecer sentado en posición de firme?
Alguien, un día —quizá nunca sepamos quién ni cuándo— llamó a este cuarto del Palacio Petschek: la “sala de cine”. ¡Qué ideal tan genial! Una amplia sala, seis largos bancos, uno tras otro, ocupados por los cuerpos rígidos de los detenidos, y ante ellos un muro liso, como una pantalla cinematográfica. Todas las casas productoras del mundo no han llegado a hacer la cantidad de películas que sobre esta pared han proyectado los ojos de los detenidos en espera de un nuevo interrogatorio, de la tortura, de la muerte”.
Es uno de los comienzos literarios más poderosos y espeluznantes que se puedan armar con palabras normales. Las frases de Fucik delatan, nada más empezar, al periodista, veloz y capaz de transmitir con el lenguaje más sencillo una realidad terrible. Se trata del periodismo más puro y verídico, el que hace que el lector comprenda en lo más hondo el drama narrado. “Cien veces he sido aquí espectador de mi propia película, mil veces he seguido sus detalles. Ahora trataré de explicarla. Y si el nudo corredizo de la horca aprieta mi cuello antes de terminar, quedarán todavía millones de hombres para completarla con un happy end”.
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