“The Blue Hour”, el recién estrenado álbum de Suede, se beneficia mucho del proceso por el que atravesó Brett Anderson al escribir sus memorias.
“Coal Black Mornings”, un volumen dedicado a su hijo Lucian, exploraba sus vivencias de niño y adolescente en las afueras de Haywards Heath, en una vivienda social que limitaba inmediatamente con el borde del poblado. La paternidad desbloquea el propio pasado, y de ahí proviene el germen de esta “Hora azul” -así se conoce al momento en que la noche empieza a teñir el firmamento- que fue lanzada el 21 de septiembre recién pasado, el día del Equinoccio de Otoño en el hemisferio norte, cuando las sombras comienzan a caer.
Si bien el anterior “Night Thoughts” necesitó acompañarse de un filme para condensar su propuesta, lo cierto es que “The Blue Hour” es cinemático por sí mismo. Algo que en ‘As One’, una introducción sinfónica y suntuosa, queda inmediatamente de manifiesto. Pérdida, angustia y desolación se vuelcan en una escena que reaparecerá en los momentos finales del álbum, donde un niño es supuestamente abducido por un personaje amenazante. La consciencia de mortalidad, que va de la mano con la aventura paternal, otorga su filo determinante en ‘Wastelands’, el segundo corte: “El reloj hace tic. El viento nos llama”, canta Anderson. Este es un relato de entramado conceptual y seductor, con ruidos de ambiente, voces -incluyendo la escena de un entierro bastante críptica, y la imagen reiterativa de aves muertas-, saltos temporales y lagunas en la historia, donde lo esencial es envolver al oyente y no darle explicaciones, al más puro estilo David Lynch.
La infancia del pequeño Lucian trajo consigo los recuerdos de Anderson y, de paso, el ímpetu de los Suede de los primeros días. La irresistible ‘Cold Hands’, con su talante gótico desatado en las guitarras ácidas de Oakes y la maciza base de Osman y Simon Gilbert, recoge la pasión del debut de 1993 y del punk negro de The Mission y Bauhaus. En ‘Chalk Circles’, la atmósfera funesta y solemne es el tapiz sobre el cual lo escalofriante se hilvana. Es la tradición de los poetas de tumba como Keats y Young (quién escribió su propio “Night Thoughts”, entre 1742 y 1745), y del esoterismo del Bowie de ‘Bewlay Brothers’, donde las rimas infantiles se tuercen, haciéndose lúgubres. La balada heroica ‘Life Is Golden’, sobre la continuidad de la vida, es un monumento que está al nivel “The Wild Ones”, ese gran lamento de soledad suburbana de 1994. Con el urgente "You're not alone" en el estribillo, remite a ese Bowie al borde del éxtasis mesiánico de 'Rock 'n' Roll Suicide’. En ‘Tides’, tal vez la más intensa de las composiciones, Anderson trepa al tope del drama, casi narrando el devenir del registro en su totalidad: “Es maravilloso, me da miedo (...) me aferro a la nada, me arrimo al vacío”.
Ese afán orquestal y glorioso que se ha querido apoderar de Suede desde los tiempos de ‘The Next Life’ y ‘Still Life’, toma finalmente el control definitivo, casi marcando un reencuentro con el padre de Anderson, fan de Rachmaninoff. Así, los celestiales arreglos de cuerdas en ‘All The Wild Places’ intensifican el temple onírico, pero es en la dupla de ‘The Invisibles’ y ‘Flytipping’ que la banda alcanza la cúspide, acompañada de la Orquesta Sinfónica de Praga. En los segundos finales del disco –y tras una explosión de fuzz de Oakes-, el motif de la introductoria ‘As One’ retorna en majestad, delineando un círculo perfecto, tal como el recorrido hecho por la banda. Si en su gestación Suede situó las escenas de sus canciones en la urbe, es porque el anhelo del joven Brett siempre fue llegar a Londres. 25 años después, su vida personal se ha mudado en reversa: del Big Smoke a la campiña de Somerset. Este disco excepcional vuelve también con él a las afueras, a la tierra de nadie. Ahí, en la desolación y lo incierto, Suede está completamente en su elemento. Bowie, en su también lyncheano “1.Outside”, lo dijo con vehemencia: “Está sucediendo afuera. La música está afuera”.
Por Nuno Veloso.
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