Caimanes es hoy una localidad que tiene agua contaminada e intomable, un tranque de relave que amenaza con derramarse sobre su par de miles de habitantes y que sufre la típica división social que producen estas empresas y sus equipos de intervención. Por supuesto, como pasa siempre, nada se ve del desarrollo y del trabajo que se promete cuando la mega empresa llega con sus camiones, luces, retroexcavadoras y esperanzas de plástico.
Dinero versus destrucción del ecosistema y la tranquilidad comunitaria: la gran disyuntiva o el espejismo con el que se hipnotiza a las poblaciones. Hay una horda de periodistas, sociólogos, antropólogos e ingenieros que han generado un manual o una rutina para meterse en una comunidad y fascinarla con un par de brillos o el tintineo de algunas monedas. Con eso logran enfrentar a hermanos contra hermanos, padres contra hijos o vecinos contra vecinos y, ya implantado el virus de la desconfianza y el miedo, el resto se hace solo.
Caimanes logró oponerse desde mediados de la década pasada a esta invasión sencillamente mortal. Sus habitantes fueron traicionados por unos cuantos dirigentes, como es habitual, pero lograron reaccionar. Tras obtener dos resoluciones de la Corte Suprema para restablecer el curso de agua que abastecía a la ciudad, y ante la negativa por parte de Minera Los Pelambres a acatar dichas resoluciones, los habitantes se tomaron el camino de acceso a las faenas hace 62 días. Pero la toma es dura y, por supuesto, la empresa juega a cansarlos.
¿Cuánto aguantarán bebiendo agua envasada –los que pueden– o exponiéndose a graves enfermedades –los que no pueden–? ¿Cuánto soportarán sabiendo que este lago de veneno se construyó justo en el cerro y sobre las fuentes subterráneas de agua que, probablemente, ya fueron contaminadas? ¿Cómo seguirán durmiendo, sabiendo que ellos y sus hijos pueden ser arrastrados por esa riada maldita cuando el cerro que está sobre sus cabezas ceda por algún terremoto?
Además de aguantar, sólo les quedan dos opciones: alejarse de sus raíces y lograr una indemnización que nunca va a cubrir el daño real o, simplemente, cansarse y abandonar. La disyuntiva es brutal. De todas maneras, el pueblo está condenado. Sus formas de vida tan comunitarias y peculiares ya han sido arrasadas. Antes de la llegada de la empresa eran un sólo cuerpo: todo se hacía en familia, las casas y los autos quedaban siempre abiertos, y las bicicletas y juguetes, tirados en la calle. Podían confiar. Hoy no es así.
Por la población flotante y la división que provocó la negociación obligada con la empresa, empezaron a conocer las llaves, los candados, las rejas, la desconfianza, la insidia inyectada por los expertos del trabajo sucio social y todas las formas de rumor que, simplemente, terminaron por destruir las bases de su armonía.
Pero hay también buenas noticias: el pueblo logró recuperarse y, después de que unas cinco familias recibieron una jugosa suma para firmar los acuerdos a espaldas de sus representados, reordenó sus fuerzas. Muchos rechazaron el par millones con los que la empresa del Grupo Luksic pretendía cerrarles la boca. Acordaron echarlos transparentemente a un fondo común y, devolviendo las mismas flechas con las que los atacaban, se tomaron entre todos el camino a las faenas. Más de dos meses llevan resistiendo sin que casi nadie sepa, ni de la acción rebelde ni de sus razones.
Las calles se vaciaron en Navidad y en año nuevo: terminaron todos unidos en la toma, como ya no les sucedía hace demasiado tiempo. Estaban al medio de un camino polvoriento y desolado, pero juntos. Por el tiempo que les quede, pero intensamente juntos.
Ya fueron vencidos el calor, la tierra, la falta de agua, la lejanía de la familia, los conflictos artificiales, los miedos, los riesgos para la salud, las incomodidades, las plagas y lo que se pueda imaginar de un terreno semidesértico y un sistema que los amenaza como nunca. El resultado final no depende sólo de ellos, sino de todos los que podamos difundir este aporreo silenciado y sumarnos a lo que nos afecta o, tarde o temprano, nos afectará personalmente.
Pensemos: si el pueblo de Caimanes no hubiera estado emplazado allí, Luksic y sus intereses no habrían tenido una sola dificultad para plantar un tranque de relaves encima de las fuentes hídricas de esa zona, cortar sus cursos de agua dulce y llenar de ácido todo lo que hubiera querido. Todo sin que nadie se hubiera enterado, porque ni siquiera ese humilde y ensombrecido pueblo hubiera levantado su hilo de voz. Eso está pasando en el mar, en el desierto, en las montañas y en muchas otras lejanías donde nadie lo ve aún; por lo que, ahora que lo podemos sentir gracias a esta comunidad afectada, lo menos que podemos hacer es estar junto a ellos, cuántas veces podamos. Volver a estar juntos como hace muchos años ya no lo sabemos hacer. Intensamente juntos, arrinconados y golpeados, pero juntos hasta donde nos sea posible.
Por Adolfo Garrido C.
El documental lo puedes ver aquí:
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