En Argentina decir crisis es sinónimo de negocios quebrados, miles y miles de cartoneros, ahorros perdidos, desocupación masiva, saqueos espontáneos y planificados, la pobreza desparramada sobre ciudades, barriadas y montes, emigración de clases medias, el robo abierto de banqueros y políticos. También, para muchos, significa organización popular, ocupación de cada cosa posible de ser ocupada, piquetes, insurgencia de pobres, una trama colectiva extendida como urgencia y estrategia. Eso, para el sentido común nacional, parece ser, una crisis.
Quien desde Argentina imagine que la crisis venezolana se asemeja en algo a esas imágenes está equivocado. Un error producto de la desinformación planificada por los monopolios de la comunicación, las campañas sostenidas para construir un relato acerca de la revolución que la asemeje a los peores escenarios. Venezuela sería una mezcla de 2001 argentino con un gobierno dictatorial, un país desfondado al borde del abismo humanitario.
Sucede sin embargo que quien llega a Venezuela se encuentra con otras imágenes. Es cierto que se forman colas en muchos supermercados para conseguir productos a precio regulado, que las farmacias contestan con más “no hay” que con “cómo no”, y otras escenas que hacen a la crisis. Ante eso, resulta imprescindible una pregunta: ¿por qué sucede? Lo que no se ve es a un ejército de carreros al caer la noche, restaurantes vacíos, persianas bajas con remates, las imágenes del hambre como sombras en las calles. Al contrario, hay centros comerciales llenos, teléfonos de última generación vendidos a precios exorbitantes, colas para comprar helados. Y más: playas llenas, cervezas frías, una vida que transcurre inestable pero lejos del fondo.
¿Menos abundante que antes? No podía ser de otra manera en un país petrolero que tuvo durante años un barril a un precio muy elevado que fue utilizado -entre otras cosas- para democratizar el consumo. Con la caída de los precios del petróleo, fuente primera de ingresos de la economía, sería imposible que parte de las conquistas no estuvieran en retroceso.
La crisis, que existe, no se parece en nada a las imágenes sureñas de la palabra crisis. Se trata de una economía saboteda con minuciosidad quirúrgica, la estrategia para quebrarle las rodillas al chavismo. Es bueno repetirlo, porque la causa de los hechos es indisociable de los hechos mismos: el desabastecimiento es producto de un plan político, no de leyes del mercado. Es lo que los grandes medios y las derechas ocultan con minuciosidad. Pegan y esconden la mano para acusar al régimen, como les gusta decir.
La semana pasada fue ejemplificadora de la situación que se vive en el país. Tres hechos se desencadenaron uno tras otro. El primero fue el aumento diario del dólar ilegal paralelo; el segundo el intento por parte de los gobiernos de Brasil, Argentina, Paraguay y Uruguay de sacar a Venezuela del Mercosur; y el tercero el saboteo informático que paralizó todo el sistema de compra por tarjetas durante 24 horas.
Tan solo el último hecho transformó a Caracas -punto de referencia político y vivencial- en un caos. Sin posibilidad de realizar transacciones con tarjeta, y con los días marcados por la dificultad de conseguir billetes debido a la pronta salida de los nuevos con montos más elevados, la ciudad se transformó en inmensas colas, zozobras y angustias. No era hambre: era imposibilidad de pagar lo que se quería consumir. Vuelta la normalidad del sistema, el consumo/consumismo regresó.
Es un escenario complejo, donde circula mucho dinero y los negocios emergen en las esquinas -quien sepa captar el dinero que circula por vías paralelas se puede hacer rico-. El cuadro es duro, exclusivamente para los más humildes, pero de inmensa distancia con la imagen de un país que vive en el infierno, que se debe abandonar porque ya no se puede vivir.
Quienes se van son en su inmensa mayoría de clases medias y medias-altas, que emigran a Miami, Madrid o Santiago de Chile, y dejan tras de sí, por lo general, dramas de ricos. Lo dicen ellos mismos: un periódico cuenta por ejemplo la tragedia de un hombre que abandonó su casa de 300 metros cuadrados, en la zona de clases altas de Caracas, sin poder venderla ya que quería cobrar en dólares y no logró su cometido. Ahora, dice el artículo, “los cuadros que adornan la pared de la sala ya no crean armonía”.
Los pobres en cambio no se fueron. ¿A dónde irse? ¿A qué irse?
Existe sí una dimensión de la crisis compartida con el imaginario argentino: la organización popular para construir respuestas. Porque las necesidades producidas por la escasez y el aumento de precios son reales. Era de esperarse que ante eso el chavismo de base -ese inmenso tejido que recorre el país- se organizara para encontrar soluciones.
Hugo Chávez insistió desde el primer día en la necesidad de dar forma a la democracia participativa y protagónica, lo repitió cada vez que pudo, llamó a la gente a la tarea estratégica, propuso ante cada etapa histórica formas diferentes: Comités de Tierra Urbana, Mesas Técnicas de Agua, Misiones Sociales, Consejos Comunales, Comunas, etc. Donde existía una necesidad, había que organizarse.
Por eso el escenario se transformó para muchos en una posibilidad para fortalecer niveles de organización ya existentes, dar pie a experiencias con nuevas virtudes, como lo es la de no depender del financiamiento estatal. Porque es cierto que muchas de las experiencias fueron apoyadas económicamente por el Estado -de qué manera y con qué lógicas, amerita otro debate- y muchas organizaciones se fundaron con la dinámica de presentar proyectos en ministerios para recibir apoyos.
Se podría hablar de un salto cualitativo, de la sentencia de Rodolfo Walsh acerca de que el pueblo comprende que cuenta únicamente consigo mismo. Aunque no sería justo: si bien no existe un gobierno, con excepción de algunos dirigentes, que haya tomado el proyecto de transición al socialismo como propio -y lo sabotea cada vez que puede- lo cierto es que la contradicción actual es una posibilidad para trabajar y avanzar. Existen puertas, cerraduras, ventanas por dónde entrar, oportunidades que construir y desarrollar en las instituciones, un campo inmenso en los territorios para construir los cimientos del Estado comunal.
Venezuela no es la cara del hambre, la sociedad que se deshace. El país son estos y muchos otros debates, estas formas de intentar resolverlos. Es una extraña crisis, donde la vida se tambalea y sigue, donde no hay miles de pobres poblando el centro de la ciudad, los restaurants siguen llenos y los que más jodidos se encuentran son los que por lo general más pelean. ¿Problemas? De a toneladas. Tantos como los esfuerzos por resolverlos.
Por Marco Teruggi.
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