Deep Purple tiene más vidas que un gato y ha saboreado la gloria como una de las piedras fundacionales del heavy metal y también la amargura de atestiguar el declive de su fama.
Les sucedió dramáticamente en la primera mitad de los noventa, el último periodo de la alineación clásica de Ian Gillan, Ritchie Blackmore, Jon Lord, Ian Pace y Roger Glover, tras reunirse con notable éxito en 1984. No solo han perdido integrantes definitivos en su sonido como Lord (fallecido) y Blackmore (peleado a muerte con Gillan), sino que se enfrentan siempre a la sombra de un pasado extraordinario. Así, hubo momentos de su discografía en que todo parecía perdido. Un álbum como “Bananas” (2003), por ejemplo, bautizado de esa manera porque no se les ocurrió un mejor nombre, infumable. Pero Deep Purple, como en la saga de Rocky, es un viejo peso pesado que se sigue levantando.
“Now What?!”, el título anterior de 2013, cosechó buenas reseñas y éxito para los parámetros actuales de la industria y de la propia banda. Bob Ezrin, asociado a Pink Floyd y Kiss entre decenas de clásicos, fue una de las claves en aquel título y acá se repite. Esta vez el sonido pierde algo de la contundencia de “Now What?!”, empecinado en conectar con el periodo más clásico del grupo. Suena como una mala transacción pero no lo es y se puede ver así: de ser este el último álbum en la carrera de Deep Purple -arrancan este mes The Long Goodbye Tour-, se despiden con un abrazo a su periodo más productivo hace más de 45 años, sin perder de vista que han sobrevivido en pleno siglo XXI. “inFinite” no es un disco de nostalgia ni cariz vintage, sino el esfuerzo de un puñado de músicos veteranos e influyentes en el rock duro por dar lo mejor posible.
Esa medida tiene una consecuencia inmediata y es el rango más estrecho de Ian Gillan, paradigma del frontman de los setenta como Robert Plant y Ozzy Osbourne, que se jugaba la vida cada noche de concierto sin importar las consecuencias del desgaste. Con los agudos erradicados, Gillan aún es un gran cantante de rock clásico. El resto de los músicos todavía mantiene a tope sus capacidades: el oficio y la precisión de Roger Glover, el golpe relajado y a la vez macizo de Ian Pace, el virtuosismo de Steve Morse y la habilidad de Don Airey, un tecladista que ha tocado con todos los grandes del género.
El ritmo intenso y cadencioso es una constante. ‘One Night in Vegas’ lleva un groove irresistible y arreglos exquisitos con toda la banda jugando en función del pulso. ‘Get Me Outta Here’ es otra pieza de tiempo fenomenal. La batería de sonido saturado abre con un latido propio del hip hop, y el resto de la instrumentación de pastosa impronta envuelve la labor de Pace con distintos detalles. Un temazo. ‘The Surprising’ semeja una balada con resonancias de acordes reverberantes característicos de la primera mitad de los sesenta, para marcar un quiebre dramático de Hammond y arremeter con un gran pasaje de metal progresivo clásico exquisitamente labrado, otro temón de “inFinite”. Nuevamente el ritmo es clave para ‘Birds of Pray’. Aunque el efecto futurista en la voz de Gillian resulta un poco anticuado, la contundencia instrumental -esta vez con la guitarra de Steve Morse luciendo su versatilidad- es otro momento alto del álbum.
Así como esas canciones brillan desentona por completo un innecesario cover de ‘Roadhouse Blues’ de The Doors, con Gillan en apuros. Pero lo justo es decir que en cuatro años, Deep Purple ha editado dos álbumes que permiten recordar la grandeza de una banda que en cualquier listado serio, aparecerá siempre como una de las más influyentes de todos los tiempos.
Por Marcelo Contreras.
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