Nuevamente Septiembre asecha el olvidadizo espíritu patrio, el asedio tricolor impone sus efemérides para volver a disfrazar a las masas, reproduce automáticamente viejas costumbres que buscan homologar entretención, comercio y alimento con patriotismo.
La independencia de Chile se celebra en cada rincón del territorio, en la mayoría de los casos, sin siquiera cuestionar su origen y su real trascendencia en términos históricos. Pero no es extraño, nuestra sociedad necesita evadir tantos fracasos, tantas derrotas diarias; tan solo la idea de sentirse triunfadores por lo menos una vez al año, eleva el alma nacional, ese orgullo tan indescriptible como autómata de ser chilenos.
Creemos de vital importancia escarbar en nuestra memoria, buscarnos y reconocernos en el pasado, comprender nuestra situación actual y contrastarla con las miserias del ayer. ¿De dónde somos? ¿De dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos? Lamentablemente traemos malas noticias.
Cuando éramos niños y la profesora de Historia nos contaba sobre las grandes hazañas de O´Higgins, Carrera y Manuel Rodríguez, muchos soñábamos imaginando a nuestros tatarabuelos dirigiendo las tropas del ejército patriota, o camuflándose entre las sombras para trasladar misivas independentistas, tantos cuentos pasaron por nuestros oídos que alguna vez pensamos que descendíamos de los “forjadores de la patria”. Pero no, señoras y señores, la inmensa mayoría de quienes pisamos este suelo llevamos en nuestra sangre la brutalidad de la violencia; somos la herencia racial de la madre ultrajada, los últimos descendientes del mestizaje forzado por el insatisfecho señor colonial. Por nuestra historia descienden las penurias del mestizo, del inquilino, del peón, del bandolero y del obrero, que durante los últimos siglos han resistido a las diversas formas de dominación de la autoridad.
Aunque parezca un origen demasiado lejano, no debemos extrañarnos que desde allí se comience a gestar nuestra condición social, económica y cultural que se extiende hacia la actualidad. Claro, no debemos desconocer que el final del siglo XX se caracterizó por el aumento de la movilidad social, y con ello la complejización de la estructura de clases, lo que junto con diversificar ficticiamente la estratificación, ha agravado las distancias del sujeto actual respecto a su origen histórico.
Colonia y Cabildo ¿abierto?
En la era colonial la división de castas era trascendental para la organización de la sociedad, mientras los españoles y criollos ocupaban todos los puestos políticos, administrativos y religiosos, además de la posesión casi absoluta de la tierra; los mestizos e indígenas estaban relegados al trabajo forzoso, a la servidumbre y la esclavitud. El caso de los indígenas era bastante particular, ya que si bien, no escaparon de las prácticas antihumanas de la colonización, lograron tener una relativa protección del rey, lo que años más tarde se traduciría paradójicamente en un predominante espíritu de lucha realista. Por su parte, el sujeto mestizo carecía de todo respaldo legal, su condición no representaba una figura reconocible para la corona, por tanto siempre se mantuvo más expuesto a toda clase de atropellos por parte de la elite.
Por su puesto, aquella parte de la población no participó de las pomposas juntas de gobierno preparadas con motivo de la prisión del rey Fernando VII en Francia. Al cabildo abierto del 18 de Septiembre de 1810 sólo estaban invitados los vecinos más ilustres, los principales mercaderes y latifundistas de la zona central y los elementos mas liberales del ejercito y la iglesia. En realidad no tiene nada de extraño que así haya sido si los intereses que se ponían en juego desde ese momento en adelante eran, por un lado, los de terratenientes y proto-burgueses criollos ansiosos por zafarse de las restricciones reales que impedían desarrollar a plenitud sus ambiciones gobiernistas, y por otro, los de la casta española poseedora de títulos señoriales, tierras, riquezas y una nobleza rematada en los salones del reino. Si las clases subalternas no tuvieron presencia en aquel hito fundador de la patria, fue exclusivamente porque este no era su negocio, la guerra independentista no dejo más que hambre, terror y muerte en la vida del mundo popular.
Patriotas, Realistas y el Pueblo
Lo que comenzó como una junta interina para resguardar los derechos del rey, se fue transformando en el perfecto escenario para las disputas entre quienes proponían fundar al alero de la coyuntura una república independiente, y quienes buscaban resguardar, mediante las instituciones existentes, los derechos de la monarquía. Tanto patriotas como realistas estaban motivados por intereses similares: el derecho sobre la administración política y económica del territorio, y la dominación efectiva sobre la sociedad.
En esta disputa, el pueblo inicialmente no tuvo ninguna injerencia, tanto es así, que para la gran mayoría de la gente los primeros sucesos pasaron absolutamente inadvertidos. Pronto, las cosas empezarían a cambiar.
Los pobres fueron paulatinamente incluidos al proceso independentista a mediada que el conflicto se agudizaba, la militarización del diálogo provocó, por una parte, que un sinnúmero de hacendados y comerciantes se transformaran en jefes del ejercito, aún careciendo de todo tipo de preparación militar, y por otra, que estos llevaran consigo a todos los hombres que trabajaban para ellos. En todos los lugares donde el conflicto tomó ribetes de importancia, el campesino, el gañan y el peón tuvieron que ponerse a disposición de su señor para acudir al llamado de la guerra. De esta forma se conformaron las primeras montoneras militares, cuya tendencia (monarquista o republicana) dependía sólo de las ideas del patrón, se trataba de grupos de hombres obedeciendo la orden de sus amos, con una deficiente preparación táctica y luchando por causas que le eran completamente ajenas. El desarrollo posterior de la guerra trajo consigo una consecución de hechos que pusieron al sujeto popular en la condición de “carne de cañón”, perseguido y traidor.
La necesidad de engrosar las filas del ejército patriota y realista, llevó a que ambas autoridades requirieran de forma urgente el reclutamiento forzoso por todos los caminos del territorio. Esta orden se materializo a través de las llamadas levas militares que consistían en la recolección de contingente involuntario por distintas zonas del país, preferentemente pueblos y caminos rurales; mediante estas, se apresaba a todo transeúnte que a primera vista resultara apto para la guerra, así, centenares de familias perdían a sus padres, hermanos e hijos, que secuestrados brutalmente se perdían en el olvido, de un día para otro desaparecieron y nunca más volvieron – esta práctica solo cesó medianamente cuando la falta de mano de obra para seguir trabajando la tierra se convirtió en la más grave contradicción de las guerras –. La respuesta consecutiva de los reclutas forzados era pronta e inevitable.
La deserción se transformó en el principal problema para ambos ejércitos, los nuevos soldados enrolados a la mala desarrollaron su propia resistencia al régimen, dejando espontáneamente el campo de batalla cada vez que se dieron las condiciones oportunas, y a su vez, creando una dinámica colectiva en la huída. El escape en masa del contingente militar no sólo se debió a una respuesta contra su reclutamiento, sino que también, y de manera muy importante, fue provocado por las condiciones infrahumanas de la guerra. Los documentos de la época hablan de cuadrillas en condiciones extremadamente críticas, sin vestimentas para cubrirse del frío y de la lluvia, y sin alimentos suficientes para sobrevivir largos días de espera (ante semejante escenario la opción más visceral fue el saqueo sistemático de los pueblos visitados; del que los mismos “héroes” fueron protagonistas). Todo esto, sumado al poco interés de fondo que había en la victoria de una causa u otra, nos da como resultado la búsqueda de una opción alternativa más ajustada a las motivaciones y necesidades del desertor.
Es aquí cuando aparece el bandidaje como un camino viable para una parte importante de este pueblo violentado, que preparado con armas y caballería (traídos del ejército abandonado) comenzó a delinear sus propios objetivos en el conflicto. Poco a poco estos guerrilleros constituyeron importantes grupos territoriales dedicados al robo de ganado, al asalto en los caminos y al asentamiento en las montañas, paulatinamente estos bandidos fueron creando una red de apoyo y complicidad con cada pueblo que frecuentaban.
Este fue el transito promedio que recorrieron muchos seres humanos pertenecientes al bajo pueblo durante el nacimiento de la patria; mientras unos se dedicaron a defender la causa del rey y otros la causa de criollos exaltados, un vasto sector se dedico a resistir colectivamente su inclusión a una guerra que no le era propia.
La nacionalización de los pobres
Como balance general del proceso independentista, tenemos a una sociedad abatida por la violencia de la guerra, un cambio de casta en el poder político y una apertura comercial con un imperio distinto. Cabe preguntarnos, ¿realmente estamos ante una revolución? Nos parece absolutamente que no. Entendemos por revolución un cambio radical que transforma estructuralmente la organización de la sociedad, y en este caso creemos que no hay más que rotación de poderes y variación en sistemas de gobiernos. En otras palabras, se mantiene la base económica y social que da cuerpo al sistema, pero se cambia el ropaje de quien lo administra. La independencia de Chile fue la independencia de los ricos, de ahí en adelante la tarea fue hacer creer a la plebe que esta también había sido su independencia, pero evidentemente esta maquinación fue bastante más larga.
En Chile, el nacimiento del Estado fue anterior a la constitución de la nación, por tanto esta última tuvo que ser inventada forzosamente a través de todo el siglo XIX y parte del siglo XX. Veremos algunos mecanismos utilizados por la clase dirigente para imponer y enraizar sus valores en la cultura de todo un país.
Sin lugar a dudas, el primer elemento central en esta nacionalización se relaciona con la simbología. La primera bandera de chile fue implementada en 1812 para otorgarle un distintivo a la causa patriota, fue izada por primera vez bajo el gobierno de José Miguel Carrera y representaba Majestad (o sea Estado), Ley y Fuerza. En 1818 se presenta en sociedad la bandera actual que simboliza el azul del cielo y el océano, el blanco de la nieve en la cordillera y el rojo de la sangre de los “héroes de la patria”. Además de la estrella que incorporaría los tres poderes del Estado. Como verán, la idea es imponer a través de la bandera la adoración del Estado como elemento inseparable de las bellezas de la naturaleza y como reflejo de la historia de los vencedores. Aquel “trapo de colores” representa evidentemente los intereses de la clase dominante, fue inventada por ellos, pero creada para todos los chilenos, los que en un flameo constante afirman el poder momentáneo de sus dominadores. Otro elemento que refuerza lo anterior, es el contenido del primer escudo nacional, en el que vemos la presencia de una pareja de indígenas, y de dos frases en latín: “Pos tenebras lux” y “Aut consilliis aut ense”, que significan respectivamente “Después de las tinieblas, luz” y “por el consejo o por la espada” (antecedente directo de “por la razón o por la fuerza”), éste último sería un impresionante presagio de lo que vendría con “la luz” de los años posteriores.
Pero evidentemente no se construye una conciencia nacional sólo con símbolos, el próximo paso, como efectivamente lo evoca el escudo, es el ejercicio de la fuerza.
El Nuevo Estado chileno tuvo que seguir combatiendo hasta finales de la década del 20’ por imponer un poder centralizado, elitista y autoritario, que vendría a posicionar en la cúspide de la pirámide social al sector más conservador de la clase dominante. Esta misma llevo a cabo, junto a todo el aparataje represivo-patronal, la violenta y paulatina proletarización de los sectores populares, mediante la cual se suprimieron escandalosamente los espacios de recreación y de libertad de “la mano de obra barata”, penalizando las cantinas y las chinganas… persiguiendo incansablemente a vagabundos, bandidos y “malentretenidos”. Vale la pena sumar en este sentido la brutal “pacificación de la araucanía”, que años más tarde terminaría con la aguerrida resistencia del pueblo mapuche por mantener sus espacios de autonomía.
Pronto se sumaría a la nacionalización del pueblo un mecanismo mucho más eficaz que los anteriores: la guerra y la Xenofobia.
La fructífera tarea de relimitación territorial con la Guerra del Pacifico de 1879, trajo consigo una maleta de buenas noticias para las prestigiosas familias de la elite nacional. Por un lado, se concretó la posibilidad de anexar un territorio rico en minerales, sobre todo en salitre, considerado el “oro blanco” en aquellos tiempos. Y por otro, se definían en el imaginario colectivo a los nuevos enemigos de la patria. En la medida que se convence a la plebe de que sus adversarios están fuera del territorio, se fortifica la idea de que los chilenos conforman una unidad armónica y amistosa, que en la medida en que se apoyen y respeten podrían eventualmente constituir un país civilizado y desarrollado. Esta idea fue impuesta mediante los periódicos, las leyes y la educación. Pero aún así, existía un vasto sector que al no recibir estos “beneficios” mantuvo una distancia considerable a la idea de nacionalidad.
El último bastión de la nación forzada es la imposición de la patria por medio de la educación y la ciudadanía. Si bien, en el Siglo XIX los niños que recibían educación eran preferentemente los hijos de los ricos, durante los primeros tiempos del Siglo XX fueron los pobres quienes accedieron extensivamente a la instrucción y la enseñanza, eran estos, quienes según los ojos de sus amos seguían siendo salvajes, irrespetuosos e iracundos… rebeldes, anárquicos y revolucionarios. La escuela paso a ser el espacio más importante de la nacionalización, allí se fundaron los más elementales conceptos de obediencia y autoridad, sin ir mas allá, en la dictadura de Ibáñez del Campo se impuso la obligatoriedad del aprendizaje del himno nacional y el juramento a la bandera en los colegios. Una vez que los niños pasaron a ser criados por el Estado (y por la Iglesia) una gran parte de sus problemas se fue resolviendo, y con esto se fue perpetuando la aceptación generalizada del nacionalismo, de la dominación de clase y de la explotación económica como un conjunto de condiciones “lamentables” pero “necesarias” al interior de todo país.
Es cosa de que nosotros mismos hagamos memoria, hasta nuestros días la adoración de la bandera y el baile de la cueca (que por lo demas, fue legislado por Pinochet como “El baile nacional”) representan el eje central del “chauvinismo escolar”.
Como vemos, la chilenidad fue impuesta a sangre y fuego, con látigos, espadas y metralletas, con guerras y ociosidades, con correazos docentes; el origen del país esta adornado con brutales mentiras, con fechas irrelevantes, con falsos héroes… esto nunca fue la copia feliz del edén. Se acercan 200 años y la única guerra por librar es contra el Capital, el Estado y toda autoridad.
Por El Adversario.